«A quien mucho se le dio…»

Dios, en su eterna justicia, castiga las almas en relación con las gracias de las cuales han abusado; por lo tanto, es natural que las personas consagradas a Él tengan que sufrir después de la muerte tormentos gravísimos, proporcionales a la sublimidad de su vocación. Según Santa Francesca Romana, la cárcel de los clérigos aspirantes al sacerdocio, de los religiosos y de las religiosas, se encuentra en la región inferior del Purgatorio, debajo de la de los laicos que cometieron graves faltas; los sacerdotes están sumergidos aún más abajo, justo en el límite del Infierno, en castigo por no haber correspondido adecuadamente con su conducta a la sublime dignidad que revestían en vida y a su mayor conocimiento de sus deberes, del cual eran capaces a diferencia de los demás. Aunque reunidos en un mismo lugar, cada uno de ellos es castigado según el número y la gravedad de las faltas cometidas, y según el lugar que ocupó en la Iglesia de Dios. Del mismo modo se mide la duración de la pena.

Estas revelaciones de Santa Francesca Romana nos son confirmadas por muchas otras visiones particulares. Decía un alma del Purgatorio a una piadosa religiosa de Bélgica: -Hija mía, vive santamente, porque el Purgatorio reservado a las religiosas es terrible.

Vincenzo di Beauvais, en el libro séptimo de su Speculum historicum, cuenta que a un monje benedictino, mientras estaba moribundo, se le mostró el Purgatorio de los religiosos, en el cual vio a algunos de ellos envueltos en llamas devoradoras que penetraban en sus carnes como agudos dardos; a otros extendidos sobre parrillas ardientes, que daban miedo al verlos, y a otros martirizados de diversas maneras, y su Ángel de la guarda le dijo: -Aquellos que ves en medio de tantos tormentos son religiosos pertenecientes a todas las Órdenes, y aunque no hayan cometido nunca graves faltas, se hicieron culpables de muchas pequeñas negligencias, que ahora están expiando severamente antes de ser admitidos a la divina presencia.

Santa Margarita María Alacoque, mientras oraba una vez por tres personas recientemente fallecidas, dos de las cuales eran religiosas y la tercera era seglar, fue preguntada familiarmente por Nuestro Señor: -¿Cuál de las tres quieres que deje libre? -Señor, respondió la santa, dignaos vos mismo hacer esta elección según lo que más contribuya a vuestra gloria y complacencia. – Entonces Nuestro Señor liberó al difunto seglar, diciendo que le inspiraban menos compasión los religiosos, a quienes Él da muchos más medios de merecer el Paraíso y de expiar sus pecados en esta vida con la perfecta observancia de sus reglas.

Ya hemos aprendido de Santa Francesca Romana que los simples clérigos, los religiosos y las religiosas, aunque tratados con más rigor que los laicos, son sin embargo atormentados menos que los sacerdotes. Las faltas que la divina Justicia castiga más severamente en ellos son sobre todo las que provienen de la tibieza en el servicio divino. A este respecto, relataremos aquí un hecho muy importante que se lee en la vida de la venerable madre Inés de Langeac:

Un día, mientras ella estaba rezando en el coro, se le apareció una religiosa desconocida para ella, con el rostro triste y abatido, vestida con el hábito que suelen usar las religiosas por la noche, y mientras la miraba atentamente, oyó una voz que le dijo: -La que está delante de ti es la hermana de Altavilla (tal era el nombre de una monja del Puy fallecida diez años antes). En esa triste actitud, la difunta no pronunciaba palabra, pero dejaba ver claramente cuánto necesitaba ser socorrida. La madre Inés se puso entonces a rezar fervorosamente por ella, continuando durante más de tres semanas, durante las cuales la pobre difunta, siempre en pena, se le aparecía en todo momento y en todo lugar, especialmente después de la comunión y la oración común. La buena religiosa, creyendo su deber informar al confesor, éste estimó oportuno hacer conscientes a las monjas de Santa Catalina del Puy, a las cuales había pertenecido la religiosa difunta; pero como la madre Inés decía que tomarían el relato por un sueño, se decidió no mencionarlo a nadie, sino que ella haría sufragios extraordinarios y fervientes oraciones por esa alma. Sin embargo, al continuar la difunta con sus apariciones como si los sufragios no sirvieran de nada, la madre Inés comenzó a temer fuertemente ser víctima de una ilusión; pero su Ángel de la guarda le aseguró que realmente se trataba de un alma del Purgatorio, la cual sufría por su tibieza en el servicio divino. Después de esta aparición del Ángel, cesaron las apariciones de la difunta, de modo que nunca se pudo saber cuánto más tiempo tuvo que permanecer en ese lugar de penas.

De la vida de la misma Venerable, escrita por Lantages, obtenemos este otro relato:

Habiendo muerto una religiosa de Langeac, llamada sor Serafina, el confesor ordenó a la madre Inés que suplicara a Dios para que le hiciera conocer el estado de esa alma. Ella obedeció, y humillada al Señor, le hizo su petición y se ofreció como víctima en lugar de la religiosa, sintiendo de inmediato un gran ardor invadir todo su cuerpo; de esto comprendió que la pobre hermana sufría el fuego del Purgatorio, y de hecho, al ser luego transportada allí en espíritu, la reconoció entre muchas almas que ardían en esas llamas, y oyó que con voz lamentable le pedía socorro. La difunta se le apareció luego otra vez para pedirle la bendición, que la madre Inés le impartió de inmediato. Ocho días después, la piadosa superiora, después de la comunión, descendió al coro para postrarse sobre el sepulcro de la difunta, y con gemidos y lágrimas pidió al Esposo divino que liberara a esa hija de las llamas que la atormentaban, y oyó una voz que le respondió: -Continúa, continúa rezando, pues aún no ha llegado el tiempo de la liberación de Serafina. -Sin embargo, dos días después, mientras la madre Inés asistía a la Misa, vio en el momento de la elevación que esa alma ascendía al cielo con extremo gozo y alegría.

Se ha hablado anteriormente de una religiosa de la Visitación, que se apareció a Santa Margarita María Alacoque para instarla a rezar por ella, para ser liberada de las penas que sufría; pues bien, esta pobre hermana se lamentaba sobre todo de la demasiada facilidad con la que en vida se había hecho dispensar de la observancia de la regla y de los ejercicios comunes, y deploraba vivamente los excesivos cuidados que había puesto en procurarse comodidades y alivios, añadiendo que si no fuera por la Santísima Virgen, habría sido irrevocablemente condenada. Otra religiosa que se apareció casi al mismo tiempo a la Santa no pedía ningún alivio en medio de sus tormentos; Santa Margarita María Alacoque, sorprendida por esto, recibió la respuesta de que a la difunta no se le permitía pedir oraciones en castigo por no haber correspondido en vida a las disposiciones que Dios le había dado para el puro sufrimiento, mientras que ella había buscado con demasiado empeño su bienestar y prosperidad temporal.

Quiera Dios que estos ejemplos produzcan una impresión saludable en aquellas almas religiosas que, después de haberse dedicado a Él, languidecen en su santo servicio resistiendo a las inspiraciones de su gracia y llevando una vida tibia y ociosa. Referimos aún algunos ejemplos que nos demuestran con cuánta severidad son castigadas por Dios las faltas contra los votos de pobreza y obediencia. No hablamos del voto de castidad, porque aquellos que no temen manchar sacrílegamente su cuerpo después de haberlo entregado al Esposo Divino, no tienen lugar en el Purgatorio, sino mucho más abajo.

De los Anales de los Padres Capuchinos tomamos el siguiente relato. Fray Antonio Corso, célebre por su celo en la penitencia, mortificaba continuamente su cuerpo más de lo que prescribía la regla. Durante muchos años llevó día y noche sobre la carne desnuda un cilicio muy punzante; como alimento solo tomaba un poco de pan y agua para beber. En los últimos años de su vida, limitó este mísero alimento a tres veces por semana y duplicó sus oraciones y sus penitencias. En la Semana Santa se disciplinaba durante cinco horas seguidas, dándose numerosos golpes con el cilicio. Pues bien, ¿quién no habría creído que esa alma se escaparía sin más de las penas del Purgatorio? Sin embargo, la suerte fue muy diferente. Después de su muerte, el difunto se apareció un día al enfermero del convento, a quien reveló su estado con estas palabras: -Gracias a la misericordia divina estoy salvo, aunque por un pecado cometido contra la santa pobreza, tan recomendada por nuestro serafín Padre, merecía el Infierno. La Virgen Santa me ha obtenido la liberación, y ahora estoy condenado solo a expiar mi pecado en el Purgatorio, porque Dios no tolera mancha alguna en las almas que van a Él.

Santa María Magdalena de Pazzi relata sobre una religiosa retenida por algunos días en el Purgatorio por faltas que a nosotros nos parecerían ligerísimas, como la de haber hecho sin necesidad ciertos trabajitos de mujer en días festivos o de haber tenido demasiado afecto por sus parientes. La pena hubiera sido aún más dura si no la hubiera hecho aceptable a Dios su fidelidad en la observancia de la regla, su pureza de intención y su caridad hacia las consorores.

A propósito de las faltas de caridad de los religiosos, en la vida de San Luis Bertrán se lee cómo, habiéndose quedado el Santo una noche después del maitines en el coro para rezar, vio aparecer a un religioso, rodeado de llamas, que arrojándose a sus pies le suplicó que le perdonara una palabra injuriosa que en vida había pronunciado contra él muchos años antes, y solo por la cual decía estar condenado por Dios en el Purgatorio; imploraba entonces de él por caridad una sola Misa, que bastaría para liberarlo de esas penas. Habiendo el Santo satisfecho el deseo del difunto, lo vio la noche siguiente glorioso y radiante subir al cielo (Vida de San Luis, en Diario Dominicano, 10 de octubre). Este ejemplo vale por sí solo para hacernos pensar seriamente en la expresión de Nuestro Señor en el Evangelio: “Cualquiera que diga a su hermano: ‘¡Insensato!’, será reo del fuego del infierno” (Mateo 5, 22).

Santa Margarita María Alacoque vio en sueño a una religiosa muerta mucho tiempo antes, quien le dijo que sufría mucho en el Purgatorio, pero que la mayor pena con la que Dios la castigaba era la de hacerle ver continuamente a una de sus parientes precipitada en el Infierno. A tal revelación, la Santa se despertó tan sufriente que parecía que la difunta le había impreso en el cuerpo sus penas, y como, tratándose de un sueño, no quería prestarle demasiada fe, esa alma no le concedía descanso y le repetía continuamente al oído: “Rezad a Dios por mí; ofrecedle vuestras sufrimientos en unión con los de Jesús y para alivio de mi alma. Haced por mí todo lo que podáis hasta el primer viernes del mes en que os comunicaréis en mi sufragio.” Todo esto fue ejecutado por la Santa con permiso de la superiora; sin embargo, sus sufrimientos aumentaban tanto que la debilitaban horriblemente y no le permitían ya descansar; y como la obediencia la había obligado a permanecer en cama para recuperar fuerzas, esa alma se le acercó nuevamente y, reprochándole su pereza y sus comodidades, le mostró el lecho de fuego en el que ella yacía en el Purgatorio, un lecho horrible y tormentoso, sobre el cual cada falta más ligera contra la regla era castigada severamente con un castigo especial; y añadía: “Quisiera que todas las almas consagradas a Dios pudieran ver mi estado; si pudiera hacerles conocer la grandeza de mis penas y las aún mayores reservadas para aquellos que no corresponden a la vocación recibida, todas caminarían con ardor por la senda de la virtud y la observancia de su propia regla.”

Por ello, las personas consagradas al Señor con la profesión religiosa deben vigilar atentamente cada una de sus palabras, cada una de sus acciones y pensamientos, para no quedar un día afectadas por la severa justicia de Dios.

El Purgatorio de los sacerdotes

¿Qué se deberá decir entonces de aquellos que, en virtud del sacerdocio, se han convertido en otros tantos Cristos vivientes en medio de los hombres? Como depositarios de la ciencia sagrada, no podrán excusarse con la ignorancia; como dispensadores de los Sacramentos, canales por los cuales las gracias y virtudes divinas se esparcen sobre los hombres, no podrán aducir su debilidad como pretexto; como elevados a la más alta dignidad que existe en la tierra, de hecho, participantes del sacerdocio eterno de Cristo, revestidos de su divina autoridad sobre las almas, no podrán escapar al más alto grado de pena cuando se hagan culpables de infidelidad y prevaricación. ¡Y ay de mí! Por desgracia, quién sabe a cuántos de ellos se les podrían aplicar las terribles palabras del Apóstol: «Ahora bien, lo que se busca en los administradores es que cada uno sea hallado fiel» (1 Cor. 4:2).

En cuanto al Purgatorio reservado para ellos, las revelaciones de los Santos nos cuentan detalles verdaderamente espantosos. Sor Francisca de Pamplona, ya citada en otras ocasiones, dice que, por lo general, los sacerdotes permanecen en el Purgatorio más tiempo que los laicos, y cuenta la historia de un sacerdote que estuvo largos años en el Purgatorio por haber dejado morir a un joven sin los Sacramentos, debido a una negligencia culpable. Cuanto más excelente es la dignidad de un sacerdote y cuanto más graves son sus responsabilidades, tanto más espantosas son las penas que le esperan en el Purgatorio si descuida alguno de sus deberes o se deja llevar por una relajación no acorde con su vocación.

A Juan de Lovaina, famoso en su tiempo, se le reservaron penas durísimas en el Purgatorio por haber deseado demasiado las dignidades eclesiásticas y por el abuso, tan común en aquellos tiempos, de haber poseído más de un lucrativo beneficio al mismo tiempo. Aunque caritativo, habiendo hecho grandes donaciones a muchos monasterios, especialmente al de Roermond, donde el venerable Dionisio Cartujano era prior y donde el prelado quiso ser enterrado para continuar de alguna manera gozando de la compañía de esos santos monjes y beneficiándose de sus oraciones. Ocurrió que durante su funeral, el catafalco, que se encontraba en el centro de la iglesia, fue repentinamente envuelto en una nube negrísima de la que salían fuego y llamas. El asombro de los presentes fue inmenso, y junto con el asombro, surgió la duda de que el difunto estuviera condenado. El venerable Dionisio Cartujano ofreció Misas y sufragios durante un año entero por su insigne benefactor y amigo. En el día del aniversario de la muerte de Juan de Lovaina, la escena se repitió, pero esta vez una nube menos densa envolvía el catafalco, y en el segundo aniversario, en lugar de la nube, los monjes vieron una espléndida luz en medio de la cual el alma del prelado ascendía al cielo, ya libre de toda pena (Bolland. – Vida Dionysii Carthus. 2 Martii).

Citamos aún otro ejemplo que valga para alejar a los eclesiásticos del deseo de dignidades y honores.

La Beata Giovanna della Cruz y el prelado

La Beata Giovanna della Cruz, religiosa franciscana, había conocido a uno de los prelados más ilustres de su tiempo, quien durante mucho tiempo la había tratado con caridad y respeto singular. Sin embargo, tras una advertencia que ella le dio de parte de Dios para invitarlo a corregirse de algunos defectos de carácter, se ofendió de tal manera que buscó perseguirla de todas las maneras posibles. Él murió, y la Santa, para devolver el mal con bien, se puso a orar por él con todo el fervor de su espíritu. Una noche, mientras estaba en oración, le apareció el difunto con el rostro abatido y lloroso, con una mitra de fuego en la frente, un báculo de fuego en la mano y los labios cerrados por cadenas candentes que apenas le permitían emitir ahogados sollozos. Aquel que un día se había sentido tan orgulloso de su dignidad, se encontraba ahora humillado más allá de lo imaginable, y en lugar de sus ricos vestiduras, estaba apenas cubierto por un hábito raído y sucio. Se encontraba además rodeado de varias almas que, debido a sus malos ejemplos, habían sido inducidas a la relajación.

Espantada por aquel espectáculo, la Beata Giovanna preguntó a su Ángel de la guarda si las penas que el desdichado prelado sufría eran del Infierno o del Purgatorio. «Dios te lo hará saber a su tiempo», respondió él, y no añadió más. A pesar de esta incertidumbre en la que había quedado, ella continuó con sus sufragios, y pocos días después vio aparecer de nuevo al alma del difunto, afectada por penas mucho menores. El prelado le agradeció y suplicó que continuara con sus sufragios, pidiéndole humildemente perdón por su injusta conducta hacia ella. Giovanna entonces se dedicó a la tarea con más empeño que antes, y poco tiempo después tuvo la consolación de ver a aquella alma completamente libre de toda pena ascendiendo al cielo. (Crónicas de los Frailes Menores, p. IV, lib. 11, capítulo 18).

Pecados severamente castigados en los sacerdotes

Veamos ahora cuáles son los pecados que Dios castiga más severamente en los sacerdotes. Si en los laicos la tibieza en el servicio divino es reprochable, ¿qué se dirá de los ministros del Santuario, sobre cuyo corazón descansa cada mañana el Corazón de Jesús? San Bernardo, hablando de la punición que le tocó a uno de sus monjes por haber caído en este defecto, cuenta que mientras se celebraban sus exequias, un viejo monje de ejemplar santidad escuchó a un grupo de demonios, todos alegres y festivos, gritar: «¡Finalmente! ¡En este lugar también hemos encontrado un alma que nos pertenecerá!». Y la noche siguiente se le apareció el mismo difunto, llevándolo al borde de un precipicio lleno de humo y llamas, y le dijo: «Mira, aquí es donde los demonios, furiosos conmigo, tienen el permiso de Dios para lanzarme continuamente y sacarme del abismo sin darme un momento de tregua».

Al amanecer, el buen monje corrió a informar a San Bernardo de la visión que había tenido. San Bernardo, quien durante la noche había tenido una visión similar, convocó inmediatamente al capítulo y, con lágrimas en los ojos, contó a todos los monjes el estado de su hermano fallecido. Los exhortó a orar fervorosamente por su descanso y a aprovechar el triste ejemplo para avanzar con fervor en los caminos de la perfección.

Una de las misiones más importantes del sacerdote sin duda es ser en la tierra el ministro de la oración de la Iglesia. Mientras que los hombres de este siglo se ocupan de sus labores y apenas se conforman con un breve recuerdo elevado a Dios por la mañana y por la noche, el sacerdote, como un nuevo Moisés en el monte santo, eleva su pensamiento y su corazón al cielo siete veces al día, para que la bendición de Dios descienda abundantemente sobre el pueblo elegido. Por lo tanto, ese sacerdote se hace gravemente culpable si descuida los deberes de este gran ministerio de intercesión, o al menos los realiza con tal negligencia que la Iglesia queda privada del fruto que debería obtener de ellos. Un ejemplo que confirma esto está relatado por San Pier Damiani en la carta decimocuarta al abate Desiderio.

San Severino, arzobispo de Colonia, quien había sido dotado por Dios del don de los milagros y, por su vida apostólica, su ardiente celo y las grandes fatigas sostenidas para el crecimiento del reino divino en las almas, llegó a merecer los sublimes honores de la canonización. Después de su muerte, se apareció a uno de los canónigos de la catedral para pedir sus oraciones. Como este se sorprendía mucho al escuchar que sufría las penas del Purgatorio, y mencionaba su vida ejemplar y la reputación de santidad que tenía entre los fieles, el difunto respondió: «Es cierto que Dios me concedió la gracia de servirlo con todo el corazón, pero mi prisa al recitar el breviario y hacerlo a veces en horas distintas de las prescritas por la Iglesia, debido a mis grandes ocupaciones, me han llevado a este lugar de pena. Y ya que Dios me ha permitido venir a implorar sus oraciones, os ruego que no las rechacéis.» La historia añade que San Severino permaneció más de seis meses en el Purgatorio por esta leve falta.

El beato Esteban, religioso franciscano, solía pasar algunas horas cada noche frente al Santísimo Sacramento. Una vez vio sentado en uno de los bancos del coro a un religioso con el rostro oculto bajo el capucho. Sorprendido por esta novedad, se acercó y le preguntó qué hacía allí a esa hora mientras los demás frailes descansaban. El religioso, con voz sombría, respondió: «Soy un religioso muerto en este monasterio y condenado por la divina Justicia a hacer aquí mi Purgatorio, merecido por las numerosas negligencias que cometí en este mismo lugar en la recitación del oficio divino, y por la tibieza y las distracciones voluntarias en mi oración.» El beato Esteban entonces recitó en sufragio de esa alma el De Profundis y el Oremus Fidelium, y el difunto pareció encontrar gran alivio. Durante muchas otras noches continuó apareciéndose para despertar su compasión, hasta que una vez, después de recitar el De Profundis, Esteban lo vio abandonar el banco con un gran suspiro de satisfacción, señal de que su prueba había terminado (Crónica de los Frailes Menores, libro IV, capítulo 30).

Sin embargo, el ministerio más sublime y delicado de un sacerdote es el de celebrar la Santa Misa. Cuánto cuidado tiene la Iglesia en formar sacerdotes conscientes de su dignidad y responsabilidad, especialmente en lo referente a la celebración del divino Sacrificio. Cualquier abuso en este sentido es severamente castigado por la Divina Justicia, por lo tanto, las irreverencias y las falta de atención en la celebración del sagrado Rito, la acumulación de intenciones que luego son imposibles de cumplir a tiempo y lugar, no quedarán impunes ante Dios.

Podríamos citar muchas apariciones de sacerdotes difuntos que han implorado la ayuda de almas piadosas y generosas, pero basta recordar algunas como prueba de lo que hemos afirmado anteriormente.

En el año 1859, en la abadía benedictina de Latrobe, en América, ocurrió una serie de apariciones que atrajeron mucha atención por parte de los medios de comunicación estadounidenses. Sin embargo, el abad Wimmer, superior de ese monasterio, preocupado por poner fin a los escándalos y restablecer la verdad de los hechos, escribió a los periódicos la siguiente relación:

«En nuestra abadía de San Vicente en Latrobe, el 18 de septiembre de 1859, un novicio vio aparecer a un religioso que desde ese día hasta el 19 de noviembre se presentó regularmente de once de la mañana a mediodía, o de medianoche a las dos de la madrugada. El 19 de dicho mes, al ser interrogado el espíritu por el novicio en presencia de otro religioso de la comunidad, respondió que llevaba setenta y siete años penando por no haber cumplido con el deber de celebrar siete Misas; que había aparecido en diferentes ocasiones a otros siete benedictinos de ese monasterio sin que nunca lo hubieran comprendido, y que si el mencionado novicio no hubiera acudido en su ayuda, no habría tenido la facultad de aparecer nuevamente hasta dentro de once años. Por lo tanto, solicitaba que se celebraran las siete Misas, que el novicio hiciera ejercicios espirituales durante siete días y mantuviera un perfecto silencio, y que durante treinta días recitara tres veces al día el Salmo Miserere con los pies descalzos y los brazos abiertos. Desde el 20 de noviembre hasta el 25 de diciembre, cumplidas estas prescripciones del difunto, el espíritu dejó de aparecer después de la celebración de la última Misa. Durante todo este tiempo se presentó con mayor frecuencia, instando al novicio con expresiones muy conmovedoras a orar por las almas del Purgatorio, diciendo que estas almas sufren horriblemente y que son muy agradecidas con quienes contribuyen a acelerar su salvación. Además, añadió que de los cinco sacerdotes fallecidos hasta entonces en la abadía, ninguno había ascendido aún al cielo, y todos estaban sufriendo en el Purgatorio». Esta declaración firmada legalmente por el abad Wimmer excluye cualquier comentario adicional.

Siempre en relación con las Misas olvidadas, leemos en las Crónicas de los Carmelitas Descalzos (tomo II, libro VII, cap. 64) que el Padre Domenico della Madre di Dio, prior en el Monasterio de Nuestra Señora del Remedios, aunque llevaba una vida edificante en el claustro, fue condenado a penas severas en el Purgatorio por no haber satisfecho culpablemente a un cierto número de intenciones. Algún tiempo después de su muerte, la misericordia divina le permitió aparecer a Fray Giuseppe di San Antonio, religioso converso, hombre sencillo y piadoso, quien se apresuró a informar al nuevo Prior sobre las penas que Padre Domenico sufría en el Purgatorio, y sobre la ayuda que pedía para el descanso de su alma, especialmente a través de la celebración de santas Misas. El Prior inicialmente no quiso escuchar el relato del hermano laico, pero cuando el pobre difunto apareció de nuevo, suplicó a sus hermanos en nombre de la caridad y la religión que tuvieran piedad de su lamentable estado cumpliendo con las Misas que él no había podido cumplir. Ante esta segunda advertencia, el Prior cedió, y una vez celebradas las Misas, las apariciones cesaron.

Para cumplir con obligaciones de justicia contraídas con las almas del Purgatorio, muchos sacerdotes ocasionalmente celebran Misas para satisfacer las obligaciones de Misas eventualmente no cumplidas. Es una santa práctica que recomendamos vivamente a todos nuestros hermanos en el sacerdocio. Además, entre nosotros existen asociaciones de sufragio entre sacerdotes, llamadas Centurias, cuyos miembros se comprometen a aplicar Misas cada vez que muere un hermano. De esta manera, los sacerdotes, a menudo olvidados incluso por sus familiares y herederos, aseguran sufragios después de la muerte. Es una cosa maravillosa, digna de extenderse por todas las diócesis.



Fuentes

Il Purgatorio nella rivelazione dei santi (El Purgatorio en la revelación de los santos)

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